jueves, 18 de octubre de 2012

Volver a ser un niño

Supongo que desde un punto de vista infantil, ser adulto tiene muchas ventajas. Puedes ver la tele hasta que te da la gana y cualquier programa que te apetezca, por malo que sea para tu salud mental. Nadie va a cambiar de canal alegando que “no es para ti”. Además, ellos se creen que los horarios los decides tú, porque ven que te acuestas más tarde que ellos y que por el simple hecho de que se haga de noche, no tienes que irte a la cama. Lo mejor de la vida de sus padres para muchos niños es el tema de las chuches. Pueden comerlas hasta reventar, sin restricciones de ningún tipo y encima, no tienen que esperar a que nadie se las compre ni a que los inviten a un cumpleaños. Los padres entran en una tienda, sacan la cartera y listo. Además, no hay que compartir. Ser adulto es así de simple para ellos: puedes hacer todo lo que quieras.
 
Sin embargo, desde mis casi 40 años, cada vez me maravillan más sus apacibles vidas. Dejando a un margen el mundo del bebé, que me parece algo menos idílico por los cambios continuos y la amenaza constante de los virus extraños, la vida de un infante me parece muy apacible y a veces me encuentro imaginando que vuelvo a ser un niño.
 
Envidio ese momento en el que, recostados en la silla, tienen la mirada perdida, el dedo en la boca (o en algún otro orificio facial, como la nariz) y las piernas, una mirando a Murcia y la otra, a Cantabria. Si hace calor, se ventilan y si hace frío, con un par de dedos suben el saco y de paso, el termostato. No es necesario ese aire acondicionado que a tanto molesta a algunos y que a otros les encanta poner para no quitarse la chaqueta. Tampoco es necesaria la calefacción que reseca la garganta ni ninguna otra sofisticada tecnología. ¿Frío?, saco arriba. ¿Calor?, piernas abiertas. Y ya. Sin complicaciones.
 
Añoro ese estado mental de reposo permanente. “Ni voy a ir ni hago falta”. Disfrutar de no hacer nada pero sobre todo, saber que no hay nada que hacer. Ni listas de la compra, ni recordatorios en el teléfono ni compromisos familiares. Debe ser una sensación maravillosa levantarte y preguntarte qué te depara el día. ¿A dónde vamos hoy? ¿A dónde quieres ir, cariño? ¿Cuándo fue la última vez que alguien me hizo esa pregunta?
 
Otra cosa que me encanta de los críos es su capacidad para sorprenderse por algo corriente y lo asombrosos que les resultan todos sus descubrimientos. “Mami no tiene bigote”, exclaman a pleno pulmón. “Pues no, cariño, mami no tiene bigote, a veces …” Al mismo tiempo, no deja de ser curioso que les parezca normal que los cerdos hablen, o que la gente, por ejemplo, se muera. ¿En qué momento interiorizamos que depilarse es normal y que de los cerdos, lejos de ser animales de voces cantarinas, apestan? Si es que lo único bueno que tienen son los chorizos y para eso, ¡hay que matarlos antes! Bendita inocencia.
 
Además, hay una determinada edad en la que las puertas de la sabiduría se abren de par en par y sobran muchas explicaciones. Recuerdo cómo mi sobrino veía un documental en el que un león cazaba un ciervo y se lo comía. Yo contuve el aliento y me pregunté por qué sus padres le dejarían ver algo tan cruel. Él, ni pestañeó. Luego un cazador disparó y mató al león. Y el pequeño se giró y me preguntó con lágrimas en los ojos por qué habían matado al león, si los leones no se comen. Qué emotivo es ver lo claro que tienen lo que está bien o mal, lo que es natural y lo que no lo es. Esa capacidad innata para frustrase por lo injusto, para celebrar lo que está bien, es otro de los rasgos de la infancia que la edad adulta y la socialización nos arrebatan. Los buenos, son buenos de verdad y los malos, vaya con ellos, ¡qué malos son!. Su mundo es dual y en él, hay polis y cacos, héroes y villanos. El que hace algo mal, recibe su merecido y las buenas acciones, se premian. Un mundo ideal. ¿Cuándo deja de ser todo tan sencillo y tan justo?  
 
Otra de las cosas que me gustan de ser niño es ese momento de la tarde en el que le digo a mi hijo que hay que ducharse. Paradójicamente, a él, según el día, le parece un rollo. Pobre inconsciente. Es su momento spa, aunque él aún no lo sabe. Le preparo el agua a la temperatura adecuada y nunca se encuentra con ese desagradable primer chorro de agua fría. El baño está caldeado en invierno y fresco en verano. Tiene una alfombra a sus pies para no resbalar, toallas limpias y perfumadas cada día (la gran mayoría con su nombre bordado, todo un detalle) y siempre hay botes de gel de sobra y alguien dispuesto a darle un buen masaje con crema al terminar. Los viernes, baño de espuma, salpicaduras a discreción y pompas, muchas pompas que puede explotar a su antojo. Decidme, tengáis la edad que tengáis, ¿no es encanta hacer pompas? ¿Acaso no pagamos por el momento bañera- toalla perfumada – masaje? Todo un lujo. Pero claro, a él sólo le importa si hay que lavar el pelo o no. Es un niño y para él, los papás se duchan por las mañanas y los niños, de noche, porque sí. Ni idea de lo que es un spa.
 
Cada época tiene sus ventajas e inconvenientes y la mayoría nos pasamos la vida queriendo ser lo que no somos y hacer lo que otros hacen. Mi hijo pregunta cuándo va a poder conducir, cuántas chuches puede comer un niño de 6 años y por qué no tiene barba como papá. Sin embargo, a mi me gustaría volver a ser un niño y que mi jefe me llamase por las mañanas y me preguntase si me apetece ir a trabajar, o que al menos, al salir de la ducha, me esperase una toalla caliente, perfumada, y con mi nombre bordado.  
 

6 comentarios:

  1. Precioso. Qué gusto da leer algo tuyo.

    Besos de Leria

    ResponderEliminar
  2. Qué interesante... Al fin y al cabo un adulto es un niño que se compra sus propios juguetes...

    ResponderEliminar
  3. Es muy dificil seguir siendo niño a pesar de tener casi 40,... pero se puede, aunque no todo el tiempo, si una gran parte.

    No se como decir esto en Español, pero you've been tagged in this meme... http://www.quieromilk.com/2012/10/want.html

    ResponderEliminar