Supongo que desde un punto de
vista infantil, ser adulto tiene muchas ventajas. Puedes ver la tele hasta que
te da la gana y cualquier programa que te apetezca, por malo que sea para tu
salud mental. Nadie va a cambiar de canal alegando que “no es para ti”. Además,
ellos se creen que los horarios los decides tú, porque ven que te acuestas más
tarde que ellos y que por el simple hecho de que se haga de noche, no tienes
que irte a la cama. Lo mejor de la vida de sus padres para muchos niños es el
tema de las chuches. Pueden comerlas hasta reventar, sin restricciones de
ningún tipo y encima, no tienen que esperar a que nadie se las compre ni a que
los inviten a un cumpleaños. Los padres entran en una tienda, sacan la cartera
y listo. Además, no hay que compartir. Ser adulto es así de simple para ellos:
puedes hacer todo lo que quieras.
Sin embargo, desde mis casi 40
años, cada vez me maravillan más sus apacibles vidas. Dejando a un margen el
mundo del bebé, que me parece algo menos idílico por los cambios continuos y la
amenaza constante de los virus extraños, la vida de un infante me parece muy
apacible y a veces me encuentro imaginando que vuelvo a ser un niño.
Envidio ese momento en el que,
recostados en la silla, tienen la mirada perdida, el dedo en la boca (o en
algún otro orificio facial, como la nariz) y las piernas, una mirando a Murcia
y la otra, a Cantabria. Si hace calor, se ventilan y si hace frío, con un par
de dedos suben el saco y de paso, el termostato. No es necesario ese aire
acondicionado que a tanto molesta a algunos y que a otros les encanta poner
para no quitarse la chaqueta. Tampoco es necesaria la calefacción que reseca la
garganta ni ninguna otra sofisticada tecnología. ¿Frío?, saco arriba. ¿Calor?, piernas
abiertas. Y ya. Sin complicaciones.
Añoro ese estado mental de reposo
permanente. “Ni voy a ir ni hago falta”. Disfrutar de no hacer nada pero sobre
todo, saber que no hay nada que hacer. Ni listas de la compra, ni recordatorios
en el teléfono ni compromisos familiares. Debe ser una sensación maravillosa
levantarte y preguntarte qué te depara el día. ¿A dónde vamos hoy? ¿A dónde
quieres ir, cariño? ¿Cuándo fue la última vez que alguien me hizo esa pregunta?
Otra cosa que me encanta de los
críos es su capacidad para sorprenderse por algo corriente y lo asombrosos que les
resultan todos sus descubrimientos. “Mami no tiene bigote”, exclaman a pleno
pulmón. “Pues no, cariño, mami no tiene bigote, a veces …” Al mismo tiempo, no
deja de ser curioso que les parezca normal que los cerdos hablen, o que la
gente, por ejemplo, se muera. ¿En qué momento interiorizamos que depilarse es
normal y que de los cerdos, lejos de ser animales de voces cantarinas, apestan?
Si es que lo único bueno que tienen son los chorizos y para eso, ¡hay que
matarlos antes! Bendita inocencia.
Además, hay una determinada edad
en la que las puertas de la sabiduría se abren de par en par y sobran muchas
explicaciones. Recuerdo cómo mi sobrino veía un documental en el que un león
cazaba un ciervo y se lo comía. Yo contuve el aliento y me pregunté por qué sus
padres le dejarían ver algo tan cruel. Él, ni pestañeó. Luego un cazador
disparó y mató al león. Y el pequeño se giró y me preguntó con lágrimas en los
ojos por qué habían matado al león, si los leones no se comen. Qué emotivo es ver
lo claro que tienen lo que está bien o mal, lo que es natural y lo que no lo
es. Esa capacidad innata para frustrase por lo injusto, para celebrar lo que
está bien, es otro de los rasgos de la infancia que la edad adulta y la
socialización nos arrebatan. Los buenos, son buenos de verdad y los malos, vaya
con ellos, ¡qué malos son!. Su mundo es dual y en él, hay polis y cacos, héroes
y villanos. El que hace algo mal, recibe su merecido y las buenas acciones, se
premian. Un mundo ideal. ¿Cuándo deja de ser todo tan sencillo y tan justo?
Otra de las cosas que me gustan
de ser niño es ese momento de la tarde en el que le digo a mi hijo que hay que
ducharse. Paradójicamente, a él, según el día, le parece un rollo. Pobre inconsciente.
Es su momento spa, aunque él aún no lo sabe. Le preparo el agua a la
temperatura adecuada y nunca se encuentra con ese desagradable primer chorro de
agua fría. El baño está caldeado en invierno y fresco en verano. Tiene una
alfombra a sus pies para no resbalar, toallas limpias y perfumadas cada día (la
gran mayoría con su nombre bordado, todo un detalle) y siempre hay botes de gel
de sobra y alguien dispuesto a darle un buen masaje con crema al terminar. Los
viernes, baño de espuma, salpicaduras a discreción y pompas, muchas pompas que
puede explotar a su antojo. Decidme, tengáis la edad que tengáis, ¿no es
encanta hacer pompas? ¿Acaso no pagamos por el momento bañera- toalla perfumada
– masaje? Todo un lujo. Pero claro, a él sólo le importa si hay que lavar el
pelo o no. Es un niño y para él, los papás se duchan por las mañanas y los
niños, de noche, porque sí. Ni idea de lo que es un spa.
Cada época tiene sus ventajas e
inconvenientes y la mayoría nos pasamos la vida queriendo ser lo que no somos y
hacer lo que otros hacen. Mi hijo pregunta cuándo va a poder conducir, cuántas
chuches puede comer un niño de 6 años y por qué no tiene barba como papá. Sin
embargo, a mi me gustaría volver a ser un niño y que mi jefe me llamase por las
mañanas y me preguntase si me apetece ir a trabajar, o que al menos, al salir
de la ducha, me esperase una toalla caliente, perfumada, y con mi nombre
bordado.
Precioso. Qué gusto da leer algo tuyo.
ResponderEliminarBesos de Leria
Gracias. También es un placer tenerte por aquí.
EliminarQué interesante... Al fin y al cabo un adulto es un niño que se compra sus propios juguetes...
ResponderEliminarBásicamente ...
EliminarMaravilloso.......
ResponderEliminarEs muy dificil seguir siendo niño a pesar de tener casi 40,... pero se puede, aunque no todo el tiempo, si una gran parte.
ResponderEliminarNo se como decir esto en Español, pero you've been tagged in this meme... http://www.quieromilk.com/2012/10/want.html