Los que no me conocéis más que a través de este blog, ya habréis intuido que voy y vengo, subo y bajo y en definitiva, ando a trompicones. No es que no sea una persona organizada ni planificada, más bien todo lo contrario. Lo que ocurre es que tengo épocas en las que me entrego en cuerpo y alma a alguna actividad y dejo en un segundo plano otras que antes me ocupaban todo el tiempo. Teniendo en cuenta que tengo un trabajo, un hijo, adorable pero agotador, marido, casa, clases, suegra y padres, me quedan un par de horas al día en los que con nocturnidad y no poco cansancio, me dedico a mis cosas.
Nunca me ha gustado coser. Guardo
el rancio recuerdo de la clase de Hogar (sólo el nombre me pone los pelos de
punta), en la que me peleaba una vez a la semana con agujas, barro y esmaltes.
Me enseñaron a hacer una vainica y semana a semana, la tela se iba arrugando y
el hilo, ensuciando, hasta que la tela terminó siendo un trapo y el hilo, un
trazo gris sobre ella. Lo único que me gustaba de aquella clase era la lectura.
Una de nosotras permanecía de pie, leyéndole a las demás. Odiaba ser yo la que
se quedase sentada cosiendo y sin embargo, no recuerdo ninguno de los títulos
que me acompañaron en mis trabajos forzados. Vírgenes de yeso pintadas,
arlequines rayados con punzón sobre un espejo, perros de borreguito que no se
sostenían de pie. No sé cómo mi madre tiene el valor de guardarlos. Bueno, al
menos no los tiene expuestos, es un alivio….
El caso es que tuve la época del
punto de cruz. La culpa la tiene Penélope, ese personaje que me cautivó en la
adolescencia, cuando me dio por los mitos griegos, por cierto. Leí todo lo que
cayó en mis manos sobre los dioses y diosas del Olimpo, memoricé nombres de
personajes y escuché atenta las profecías de los oráculos. Y luego me dio por
el punto de cruz. Decidí hacer un juego de toallas. Y claro, escogí el dibujo
que más me gustaba: unos lirios en tonos naranjas y amarillos. Hice la toalla
de bidet, con no pocos fallos. Y luego lo dejé porque empecé un cuadro para la
habitación del bebé de una amiga. Di la primera puntada cuando ella estaba
embarazada de 4 meses. Se lo regalé directamente a su hija en su tercer
cumpleaños. Y reconozco que no lo terminé yo…
Luego vinieron los abalorios.
Compré cuentas, tanza, pinzas, tenazas, cierres y lo guardé todo en una caja de
lata de bombones Nestlé. Hice un collar y lo regalé. Empecé otro y nunca lo
terminé. A otra cosa.
Ahora es el scrapbooking. Me está
durando y creo que no será una afición pasajera. Siempre me han gustado los
artículos de papelería y si a eso unimos que puedo escribir un pequeño texto y
documentar un recuerdo, no parece que
se me vaya a ir la furia con el tiempo. De momento, recopilo material y lo
almaceno en cajas de vino, de colonia, de galletas… No puedo evitar acordarme
de la caja de bombones. Ya veremos qué ocurre.
Cine, música, revistas de
decoración o blog de moda. Aficiones pasajeras o de larga duración. Tras muchos
años de búsqueda y un sinfín de intentos fallidos, parece que me voy asentando
y dejo de dar tumbos, al menos en lo que a aficiones se refiere. Para todo lo
demás, sigo siendo una veleta. Y que no deje nunca de soplar el viento.
¡Qué identificada me siento contigo! En mi caso las aficiones pasajeras las he heredado de mi padre. Nos entusiasmamos con un tema y cuando ya nos empezamos a desenvolver con un poco de soltura lo abandonamos. No somos capaces de terminar nada!
ResponderEliminarR.
En la vida hay que ser un poco veleta y cambiar de tarde en tarde, eso significa madurar.
ResponderEliminarsaludos y que el viento siga aireando tu vida de frente.
Pues sí, que sople un viento suave para todos.
ResponderEliminarGracias por comentar.