Sentada en una terraza, dejándote
acariciar por los primeros rayos de sol de un verano tardío que se hizo de
rogar, sonreías ante las ocurrencias de tu amiga. Sobre la mesa, dos claras
recién servidas y un paquete de tabaco. Al fondo del bolso, tu móvil sonaba
insistentemente y sin dejar de reírte, ignoraste la llamada de auxilio. Las gafas
de sol en el pelo, la clara refrescándote la garganta y dentro del bolso, tu
móvil, suplicándote que lo cojas.
Aquella fue tarde perfecta, un
momento único de ocio y relax tras una semana de trabajo complicada. Pero volvías
a casa, cogiste el móvil y te diste cuenta de que tenías muchas llamadas
perdidas de tu marido, quizás demasiadas. Pensaste por un momento que el
pequeño Samuel había vuelto a estar jugando con el teléfono de papá. Pero finalmente,
la voz entrecortada de tu madre, respondiendo al teléfono de tu marido,
hicieron desaparecer tu voz, la sonrisa alegre que habías mantenido toda la
tarde y el recuerdo de una clara fría sobre la mesa. Se esfumaron para siempre
antes incluso de que consiguieras colgar el teléfono.
La gente nos compadece. Lo noto. A
veces es algo casi maternal, un impulso a tocarnos, a intentar abrazarnos, un
intento de aliviar nuestra pena. En realidad, quieren ocultarnos entre sus
brazos, taparnos para no ver nuestra desgracia reflejada en sus ojos y para que
nuestra tristeza no enturbie su felicidad.
Otras veces, la compasión es la
limosna de su sabida superioridad. Lavan su conciencia con un gesto pero en
realidad, creen que a ellos nunca les habría pasado eso. Ellos tienen, nosotros
no. Samuel ya no está y su madre, estaba en una terraza, tomando una caña fría
con una amiga.
Me has acongojado.
ResponderEliminarQue angustia has sabido transmitir.
ResponderEliminarBss
buf buf
ResponderEliminarShocking
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