jueves, 7 de febrero de 2013

La limosna

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Sentada en una terraza, dejándote acariciar por los primeros rayos de sol de un verano tardío que se hizo de rogar, sonreías ante las ocurrencias de tu amiga. Sobre la mesa, dos claras recién servidas y un paquete de tabaco. Al fondo del bolso, tu móvil sonaba insistentemente y sin dejar de reírte, ignoraste la llamada de auxilio. Las gafas de sol en el pelo, la clara refrescándote la garganta y dentro del bolso, tu móvil, suplicándote que lo cojas.
 
Aquella fue tarde perfecta, un momento único de ocio y relax tras una semana de trabajo complicada. Pero volvías a casa, cogiste el móvil y te diste cuenta de que tenías muchas llamadas perdidas de tu marido, quizás demasiadas. Pensaste por un momento que el pequeño Samuel había vuelto a estar jugando con el teléfono de papá. Pero finalmente, la voz entrecortada de tu madre, respondiendo al teléfono de tu marido, hicieron desaparecer tu voz, la sonrisa alegre que habías mantenido toda la tarde y el recuerdo de una clara fría sobre la mesa. Se esfumaron para siempre antes incluso de que consiguieras colgar el teléfono.
 
La gente nos compadece. Lo noto. A veces es algo casi maternal, un impulso a tocarnos, a intentar abrazarnos, un intento de aliviar nuestra pena. En realidad, quieren ocultarnos entre sus brazos, taparnos para no ver nuestra desgracia reflejada en sus ojos y para que nuestra tristeza no enturbie su felicidad.
 
Otras veces, la compasión es la limosna de su sabida superioridad. Lavan su conciencia con un gesto pero en realidad, creen que a ellos nunca les habría pasado eso. Ellos tienen, nosotros no. Samuel ya no está y su madre, estaba en una terraza, tomando una caña fría con una amiga.

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