jueves, 24 de enero de 2013

La vieja de la cuneta

 
 
Acabó sus días en la cuneta de una carretera poco transitada, salvo en época escolar. Con el ceño fruncido y la mirada perdida de a quien ya le queda poco por ver, caminaba sobre unos pies demasiado hinchados y sólo levantaba la vista del suelo cuando se acercaba algún coche, a veces ni siquiera entonces. La última vez que la vi arrastraba con dificultad un fajo de hierba seca y me pareció más huraña y oscura que de costumbre. La seguían sus dos perros, tan sucios y viejos como ella, de pelo negro y morro torcido. Ellos también parecían arrastrar un gran peso. Me daba pena y un poco de miedo, según el día.
 
Los lunes, tras el descanso y el ocio, veía a una anciana, sola y triste. Imaginaba que no tendría familia, que probablemente vivía sola en una casa sin electricidad y que al menos, aquellos dos perros que parecían mansos, le darían calor y le harían compañía. Algún lunes reduje la marcha al pasar a su lado, casi a punto de parar, aunque no sé muy bien para qué.
 
Otras veces, a menudo los viernes, si alzaba la vista al oír acercarse mi coche, sólo veía que sus pobladas cejas casi le tapaban los ojos, que todo ella era negritud y mugre, y pisaba un poco más el acelerador, en un intento por huir de su miseria. Durante un pequeño tramo del camino, me perseguía su mirada y llegaba a pensar que algún mal habría hecho para terminar su vida sin más compañía que las dos bestias negras.
 
Acabó sus días en la cuneta de la carretera por la que yo pasaba a diario. Ojos febriles, piel negra como la tierra estéril que se empeñaba en remover, y dos perros negros custodiando su cuerpo.

1 comentario:

  1. Fidelidad a cambio de nada,tengo la enorme suerte de tener un perro... mi perro... Tejo.
    Bss

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