Acabó sus días en la cuneta de
una carretera poco transitada, salvo en época escolar. Con el ceño fruncido y
la mirada perdida de a quien ya le queda poco por ver, caminaba sobre unos pies
demasiado hinchados y sólo levantaba la vista del suelo cuando se acercaba
algún coche, a veces ni siquiera entonces. La última vez que la vi arrastraba con
dificultad un fajo de hierba seca y me pareció más huraña y oscura que de
costumbre. La seguían sus dos perros, tan sucios y viejos como ella, de pelo
negro y morro torcido. Ellos también parecían arrastrar un gran peso. Me daba
pena y un poco de miedo, según el día.
Los lunes, tras el descanso y el
ocio, veía a una anciana, sola y triste. Imaginaba que no tendría familia, que probablemente
vivía sola en una casa sin electricidad y que al menos, aquellos dos perros que
parecían mansos, le darían calor y le harían compañía. Algún lunes reduje la
marcha al pasar a su lado, casi a punto de parar, aunque no sé muy bien para
qué.
Otras veces, a menudo los
viernes, si alzaba la vista al oír acercarse mi coche, sólo veía que sus
pobladas cejas casi le tapaban los ojos, que todo ella era negritud y mugre, y
pisaba un poco más el acelerador, en un intento por huir de su miseria. Durante
un pequeño tramo del camino, me perseguía su mirada y llegaba a pensar que
algún mal habría hecho para terminar su vida sin más compañía que las dos
bestias negras.
Acabó sus días en la cuneta de la
carretera por la que yo pasaba a diario. Ojos febriles, piel negra como la
tierra estéril que se empeñaba en remover, y dos perros negros custodiando su
cuerpo.
Fidelidad a cambio de nada,tengo la enorme suerte de tener un perro... mi perro... Tejo.
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