viernes, 14 de octubre de 2011

En el río


Con un puñado de frambuesas en la mano y el sol tostándole las pecas, se sentía invencible.

Apuró el paso para llegar el primero al río, dando golpes alegres a todas las piedras que encontraba en el camino. Sin dejar de silbar una tonadilla inventada, se entretuvo lanzando piedras al agua que los remolinos engullían. Impaciente, decidió sentarse a esperar en un tronco, dándole la espalda a la parte más mansa del río y balanceando sus arañadas piernas con creciente nerviosismo.

Poco a poco fueron llegando en pequeños grupos. Precedidas por sus animadas charlas, las niñas del pueblo iban despojándose de sus floreados vestidos veraniegos y los colocaban a la sombra de algún abedul. Entre risas, se iban acercando tímidamente al agua, metiendo sólo la punta de los pies, sin dejar de reír y gritar, sin ni siquiera mirarlo. Y en cuanto sus amigos lo llamaban para que cruzase a la otra orilla, comenzaba el baile.

Las niñas seguían en grupo, en constante movimiento, jugando a salpicarse y empujarse, coqueteando con el agua y la eternidad. Ellos entraban en tropel, derrochando energía y haciendo con sus cabriolas que las niñas los mirasen disimuladamente. Seguían embobados todos sus movimientos, enmudecidos ante la visión de sus incipientes pechos.

Adela, la capitana, que tenía más vello en las piernas que cualquiera de ellos, dirigía los juegos de las chicas y aunque fingía aborrecerlo, lo dejaba escoltarla hasta el bosque y observarla mientras se cambiaba de ropa.

Aquellos veranos en los que la pubertad se abría camino cambiándole el cuerpo, la voz y las prioridades, Josete comprendió que no hay mejor amigo que el que te ha visto sin dientes y que no hay mayor verdad que la que se esconde tras los arbustos.

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