viernes, 14 de enero de 2011

El día que dejó de llover


Ocurrió justo cuando cesaron las lluvias.

Llovió y llovió durante catorce meses seguidos y las flores blancas y amarillas que pintaban los campos acabaron anegadas por una sucia mezcla de agua y barro.

Mientras duró el diluvio, los trenes pasaban de largo llenos de viajeros que dormitaban con sus cabezas apoyadas contras las sucias ventanillas. Ella los veía pasar en silencio, decidiendo…

El día que dejó de llover, por fin cruzó el umbral y sin volver la vista atrás, cerró la puerta por última vez. El pueblo quedó vacío. La casa señorial, con musgo en la piedra y blasón presidiendo la fachada, abandonada. Sólo el viento gélido del invierno recorrería sus habitaciones vacías, cubriéndolas con el manto ceniciento de un polvo que ya nadie se ocuparía de limpiar. Bajo las sábanas blancas de su ajuar quedarían olvidadas las reliquias de momentos felices, las cartas de amor y los susurros a media noche.

Al tiempo que se dirigía a la estación, comenzaba el largo camino de una sola dirección hacia su nueva vida. Si se concentraba y conseguía dejar de oír resoplar las puertas de los vagones, quejándose pesarosas al abrirse y cerrarse con un monumental resoplido, tal vez consiguiese olvidar que acababa de abandonar todo lo que había amado para siempre.

Mientras decidía hacia donde dirigirse, levantó los ojos y comprobó que, tímidamente, comenzaba a asomar el sol.

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