Siempre en Septiembre volvía al pueblo y se ponía a buscar setas en el campo. Pobre Alicia. Ella nunca supo nada sobre el tiempo. Cogía un pañuelo del abuelo y salía de noche a por las setas inexistentes. Para ella, cualquier estación era invierno. Palpaba el suelo con manos temblorosas y cuando empezaba a amanecer, cansada y un poco alterada por el silbido de los trenes, regresaba a casa. Caminaba despacio, dando un rodeo. Cuando alguien del pueblo se cruzaba con ella y la saludaba, ella nunca contestaba. Al alejarse unos pasos, sonreía.
Al llegar a casa, se despojaba parsimoniosamente de sus ropas de muertos y santos, ropas antiguas que se pegaban a su cuerpo de niña enferma y así, desnuda, extendía sus manos a través de la ventana abierta y le arrancaba hojas al ciprés.
De vez en cuando, bajaba al sótano donde el abuelo trabajaba el bronce y le tiraba del pelo. El anciano la observaba ignorar sus medicinas o caminar descalza y callaba, porque ni la fuerza de su juventud pasada ni la sabiduría de su madurez podían competir con la compasión que sentía hacia su nieta.
Al terminar el invierno, cuando el frío se la llevó, hizo talar el ciprés y se encerró a modelar madera por primera vez. Muchos fueron los que la lloraron pero solo el abuelo la perdió. Por eso, en el cementerio de mi pueblo, hay un busto de una niña con una cesta llena de setas y una tosca inscripción que simplemente reza "Para Alicia".
Nada es tan heroico como el amor ni tan cruel como el tiempo.